Paró un momento para
observar el paisaje cuando, de repente, vio un águila surcando el cielo.
Entonces cayó en la
cuenta: ya llevaba doscientos días de viaje.
Doscientos días que le
sirvieron para darse cuenta de que no quería ser de esas personas que esperan
sin saber a qué; que hablan sin saber para qué; y que huyen sin saber de qué.
Sin embargo, después
de doscientos días de viaje entre tantas tempestades, seguía sin respuestas. Quería
saber por qué era de esas personas que no encajan y no saben por qué.
Si él no era tan
extraño, solo que las miradas le contaban historias que los demás no
escuchaban,
Si no era tan tímido,
solo que había encontrado en el pensamiento a su mejor aliado,
Si su corazón no
estaba hecho de piedra, solo que si lo abría le salían todos los fantasmas que
asustaban a los demás.
Recordó que siempre le
habían dicho que no era normal, pero ¿quién establece los límites de la
normalidad? Tal vez las personas sin curiosidad por saber qué hay detrás de los
pensamientos, o esa gente sin curiosidad por saber qué provoca el más íntimo
secreto.
Entonces entendió lo
que limitan los límites, lo que pueden ofrecer los silencios, lo que callan las
verdades (que solo son ciertas para algunos), lo que significa que un alma
envejezca, y lo que conlleva que, como hacía él, no se siga la línea recta.
También en ese mismo
instante, recordó la mañana en la que le dijeron que se perdiera y, con una sonrisa
traviesa, pensó:
“Ahí os quedáis,
Almas perdidas dentro
de los límites
Impuestos por la certeza
de que la incertidumbre os supera,
Que yo ya no existo en
la Tierra,
Yo me perderé con la
Luna llena.”
1 comentario :
Marta,muy bonito tu texto...que ya no existo en la Tierrs
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