viernes, 14 de marzo de 2014

Mithlond

Un día grisáceo había despertado,
y él, 
tarde, tan tarde,
lo había hecho.
La cama,
que lo había atado,
desecha quedaba;
mientras se vestía,
sin mesura,
sin espera,
aceleraba.

Escaleras,
inoportunas, vacilantes,
atrasaban su carrera,
la que casi había perdido.
Pisando la humedad exterior,
corrió, cabalgó,
sobre orquestas de ruido,
y sobre adoquines de plomo.

Ya asomaba el horizonte,
su fina línea que valía,
 tanto como oro,
tanto como diamante,
que le poseía,
obsesionaba,
y estremecía.

Por fin encallaba en los puertos,
tan tristes,
tan vacíos,
tan similares al recuerdo.
Recuerdo,
que lo hacía girarse y mirar,
ese mar,
que cuando soñaba era dulce.
Dulce,
como la visión de ese barco,
que la arrestaba,
que partía hacia el final.
Final,
que siempre llegaba,
en ese mismo instante
en esas mismas campanadas,
que retumbaban,
en sus tímpanos,
y encontraban,
las viejas,
pero permanentes,
cicatrices.

Infatigable avanzó hacia su memoria,
y allí,
en la más simple acera,
en el más sencillo suelo,
descansaba,
fuerte, inexpugnable, eterna,
la más bella e incansable historia,
ella.

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